La violencia en Colombia ha sido un factor estructural que atraviesa las relaciones sociales, políticas y culturales del país. Dependiendo de la perspectiva teórica, algunos académicos la sitúan como un fenómeno que se extiende a lo largo de más de siete décadas o incluso desde la conformación misma de la República. En cualquier caso, existe consenso en que Colombia ha experimentado una forma de democracia profundamente marcada por prácticas genocidas, dejando millones de víctimas a lo largo del tiempo.
Esto ha llevado a que diversos grupos armados hayan optado por la vía de las armas como respuesta a las desigualdades, exclusiones y violaciones de derechos humanos que afectan a grandes sectores de la población.
Hasta la fecha de esta investigación, se han creado más de catorce comisiones para el estudio del conflicto armado y se han desarrollado más de una decena de procesos de paz con diferentes actores armados. En dichos procesos se ha intentado ubicar a las víctimas en el centro del debate, buscando garantizar verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición.
Sin embargo, el panorama actual sigue siendo preocupante. Incluso con un gobierno de orientación progresista que ha expresado su compromiso con la implementación del Acuerdo de Paz firmado en 2016 con la antigua guerrilla de las FARC-EP, el conflicto no solo persiste, sino que se ha recrudecido con dinámicas de violencia que recuerdan los niveles de intensidad de los años 2000.
No obstante, el conflicto actual presenta características distintas:

• ha dejado de ser estrictamente ideológico —aunque no totalmente despolitizado—;
• las estructuras armadas no responden a una jerarquía centralizada, lo que implica negociar con distintos actores de una misma estructura;
• y la violencia, en lugar de orientarse a la toma del poder mediante grandes magnicidios, se manifiesta ahora principalmente en el hostigamiento a líderes comunitarios y sociales, muchas veces sin que se establezcan responsables claros.

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