Asociación Freytter Elkartea
 

Tres mujeres trans en prisión: una mirada interseccional

28/jun/2019

Mateo Gutiérrez León*

Si bien se reconoce a las mujeres trans como parte de la comunidad LGBTI, en el INPEC no existe una verdadera política de género que les permita vivir dignamente dentro de la cárcel y acceder a las mínimas garantías. La cárcel puede llegar a ser una institución profundamente machista, racista y clasista. Este es un análisis de las diferencias que existen entre tres mujeres trans tras las rejas, diferencias que se crean a partir de la raza, el origen social, los oficios y los capitales culturales.

 

En Colombia hay una población reclusa de 187.555 personas. Más del 98% es custodiado directamente por el INPEC, el resto está en cárceles municipales o establecimientos de reclusión de la fuerza pública. Casi dos terceras partes de las personas privadas de la libertad han sido ubicadas en alguno de los Establecimientos de Reclusión de Orden Nacional (ERON) del país, mientras el 32,3% y el 2,8% restantes están en prisión domiciliaria o bajo supervisión electrónica, respectivamente. Y en medio del mar de datos sobre el sistema carcelario del país al que uno puede acceder, hay uno particularmente válido a manera de introducción de este texto: de las más de 180.000 personas que componen el total de la población encarcelada, tan solo 8219 son mujeres.

Si analizamos estas cifras sin mayor rigurosidad podríamos pensar que no hay un componente de género frente al problema carcelario ya que se trata de un flagelo vivido esencialmente por hombres. Afirmar esto sería un grave error. Que la mayoría de la población presa sea masculina no significa que en la cárcel no se creen mecanismos de opresión, abuso y explotación por parte del hombre hacia la mujer. O del hombre hacia aquello que no es considerado dentro de la heteronormatividad como masculino. Hay un sinfín de mujeres que sufre la cárcel desde fuera: madres, hermanas, novias, esposas, familiares y amigas, una población mucho mayor a los 110.294 recluidos en penales masculinos; además, claro, del drama de las mujeres reclusas y sus respectivas familias. No obstante existe un aspecto de suma importancia que desborda las cifras y los datos suministrados en el último informe del INPEC: la comunidad transgénero.

Si bien se reconoce a las mujeres trans como parte de la comunidad LGBTI, en el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario no existe una verdadera política de género que les permita —en la mayoría de casos— vivir dignamente dentro de la cárcel, “resocializarse” y, en el caso del aparato judicial, acceder a las mínimas garantías que debería tener cualquier ciudadano, es decir: asesoría jurídica, respeto al debido proceso o no sufrir discriminación alguna. Esto aumenta de manera exponencial cuando se juntan los factores de raza y clase social debido a que la cárcel es una institución profundamente machista, racista y clasista en la que el origen social y la capacidad económica determinan el lugar que cada cual ocupa dentro de la misma.

El hecho de reconocerse a sí misma como mujer dentro de un ambiente machista, más aún cuando la sociedad dicta que “en realidad eres un hombre”, agudiza la tensión durante la reclusión. Debido a la notable ausencia de mujeres, la cárcel no se percibe como es un espacio predominantemente masculino, sino exclusivamente masculino. Las mujeres trans están en una situación en la que o son rechazadas con crueldad por romper con su “masculinidad originaria”, o no son aceptadas como “mujeres caneras”.

Por esto es importante analizar las condiciones en que viven las mujeres trans en la cárcel colombiana y preguntarse ¿qué elementos las atraviesan?, ¿qué papeles ocupan dentro de la estructura social de la prisión?, ¿cómo viven, cómo se asocian y organizan?, ¿qué relaciones tienen con los presos hombres? y ¿qué factores (clase social, capital cultural, relación con actividades delictivas, etcétera) influyen en su condición como mujeres presas?

Para que ese análisis sea preciso es necesario prestar atención y ahondar en los factores de raza y género, teniendo en cuenta que ambos están relacionados pero no son iguales: pueden variar y caracterizar a cada persona de forma particular y nunca se presentan de la misma manera. Yo conocí tres mujeres trans en la cárcel —una en La Modelo de Bogotá y dos en La Picota— que me permitieron evidenciar las diferencias abismales que pueden existir entre ellas. Las reconozco como mujeres y desde ese lugar de enunciación hay varios ejes por tratar: 1) cómo se vive la condición de ser mujer trans, y hablar de esto puede resultar complicado, pues si bien conviví con varias de ellas no tengo la intención de hablar por ellas, ni de definirlas en términos absolutos o de etiquetarlas; 2) la condición racial, ya que una de ellas es negra y otra mulata y extranjera, factores que las hacen completamente diferentes de la muejer trans blanca y colombiana; 3) el factor de clase, pues las tres tenían un origen social diferente, recursos económicos variados y eso marcaba significativamente su estancia en la cárcel.

Para entrar en este entramado hay que mirar los aportes sociológicos de la teoría decolonial, la cual consiste en el análisis intersecional y en la que se utilizan las categorías de género, raza y clase para explicar cómo estos factores inciden en las condiciones de opresión, explotación y violencia de los cuerpos, las consciencias y los pueblos. En su texto Colonialidad y Género: Hacia un feminismo descolonial, la feminista, investigadora, profesora y activista argentina María Lugones plantea que el análisis intersercional intenta dar una respuesta más completa que la tradicionalmente desarrollada por las lecturas de izquierda frente a los problemas que aquejan a las poblaciones oprimidas e históricamente marginadas. Recoge elementos de Anibal Quijano para criticarlos, ampliarlos y redefinirlos, entendiendo que el poder, la producción del capital y las relaciones coloniales están directamente relacionadas con los problemas de género y raza, y no solo con la clase.

Escribe Lugones: <<Creo que la lógica de “ejes estructurales” hace algo más pero también algo menos que la intersecionalidad. La interseccionalidad revela lo que no se ve cuando categorías como género y raza se conceptualizan como separadas unas de otras. La denominación categorial construye lo que nomina. Las feministas de color nos hemos hemos movido conceptualmente hacia un análisis que enfatiza la intersección de las categorías raza y género porque las categorías invisivilizan a quienes somos denominadas y victimizadas bajo la categoría “mujer” y bajo las categorías raciales>>.

Su lectura se da en un marco global de integración estructural: ella está pensando en el sistema que atraviesa las relaciones de género y raza para dar explicación a las condiciones de vida concretas de hombres y mujeres de color, así como del sistema de género de poder masculino. <<Intento hacer visible —continúa el texto de Lugones— lo instrumental del sistema de género colonial/moderno en nuestro sometimiento, en todos los ámbitos de la existencia… Mi intención también es brindar una forma de entender, leer y percibir nuestra lealtad a ese sistema de género>>.

 

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Pamela es alta y negra. Llegó a nuestro patio porque un hombre la había intentado violar donde vivía antes y ella lo apuñaló. Siempre viste un short de jean y un chaleco amarillo con negro. Nunca se cambia de ropa y huele muy mal. Se aplica base de maquillaje y rubor en las mejillas, también pestañina y labial. Mantiene su pelo rizado dentro de un gorro que nunca se quita ni lava.

 

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Cuando llegó al pasillo donde vivíamos, muchos presos sociales se opusieron fuertemente porque existe el mito de que dejar entrar a un marica al pasillo lo “empava”, es decir: trae mala suerte. Sin embargo era una orden de la guardia y tanto “la pluma” como el pasillero tenían la responsabilidad de que ella se acoplara a como diera lugar. En la Modelo, además de la pluma (cacique que da las órdenes en el patio), existen los pasilleros, que llevan el control de cada uno de los pasillos, recaudan los impuestos y administran castigos y multas, así como también hacen uso de la violencia de ser necesario. Son la autoridad y la voz después del cacique.

El pasillero era un preso político muy respetado en el patio. Fue claro y enfático cuando dijo: “Máximo respeto. Nadie la toca, ni la ofende, ni la viola”. Esa aclaración fue sumamente pertinente pues en el ala sur de la cárcel, históricamente controlada por los presos sociales, nunca había sido aceptada una mujer trans, sólo los presos políticos y los sociales de los patios en los que el poder estaba dividido entre paramilitares. Los demás ubicaban a las personas LGBTI dentro del mismo grupo de los violadores: el más despreciado. Era un insulto para los ladrones vivir con una mujer trans.

La presencia de Pamela supuso mucha tensión. Fue sumamente difícil que ella se acoplara al orden del lugar: nadie le habló durante semanas y fue enviada a la peor celda del pasillo, sin luz y con otros dos presos muy pobres. La obligaban a pasar de última en la fila de la comida y generalmente duraba todo el día en una esquina. En menos de dos días hubo varios encontrones que casi terminan en riñas, simplemente porque otros presos no soportaban su presencia.

Luego de un operativo rutinario de la guardia en el que varios perdieron dinero y droga, se extendió el mito de que era culpa de Pamela, que ella había traído la mala suerte. Incluso otros reclusos negros que venían de su misma ciudad la insultaban diciendo que era una vergüenza para la raza. Su condición trasngénero en un patio mayoritariamente de presos comunes, donde nunca antes había vivido una mujer, era el primer eslabón de la cadena. A esto hay que sumarle el color de su piel: los internos blancos la rechazaban por ser negra y los negros la rechazaban por no ser hombre.

Según Lugones, dada la construcción de las categorías, <<la intersección interpreta erróneamente a las mujeres de color. En la intersección entre “mujer” y “negro” hay una ausencia donde debería estar la mujer negra precisamente porque ni “mujer” ni “negro” la incluyen. La intersección nos muestra un vacío. Por eso, una vez que la interseccionalidad nos muestra lo que se pierde, nos queda por delante la tarea de reconceptualizar la lógica de la intersección para, de ese modo, evitar la separabilidad de las categorías dadas y el pensamiento categorial. Solo al percibir género y raza como entretramados o fusionados indisolublemente, podemos realmente ver a las mujeres de color. Esto implica que el término “mujer” en sí, sin especificación de la fusión, no tiene sentido o tiene un sentido racista, ya que la lógica categorial históricamente ha seleccionado solamente el grupo dominante, las mujeres burguesas blancas heterosexuales y por lo tanto ha escondido la brutalizacion, el abuso, la deshumanización que la colonialidad del género implica. La lógica de los ejes estructurales muestra al género como constituido por y constituyendo a la colonialidad del poder>>.

El factor de la raza influye de una manera importante, pues cuando hablamos de mujeres negras, teniendo en cuenta los altos niveles de racismo y regionalismo  que hay en la cárcel, la situación de exclusión, explotación y violencia aumentan. El nivel de aceptación varía según sus posibilidades económicas, su reconocimiento dentro de las actividades propias de la delincuencia y su relación sexual con otros hombres. Después del primer mes en el patio, varios presos empezaron a acercarse a ella con el fin de tener relaciones sexuales, unos de forma más violenta que otros e incluso llegando a pagarle por ello. Esto expuso una contradicción fuerte, pues algunos que la rechazaban también la buscaban: quienes más intentaban reafirmar un carácter machista y homofóbico y a quienes les costaba relacionarse con ella en público, la deseaban en privado, aún con la visión de reafirmar su idea de masculinidad con ello.

La condición social es el último eslabón en esta desafortunada cadena: viniendo de una ciudad lejana y pobre, sin posibilidad alguna de pagar por un nivel de vida mínimo, sin poder trabajar o tener un “rebusque”, estaba en una condición de indigencia absoluta. Era excluida de la vida social y productiva por completo, se le veía como un problema y como una persona inservible en todo sentido. Encarnaba todas las condiciones del sistema de género racial-colonial.

Yo nunca había visto semejante nivel de exclusión, racismo y violencia contra alguien, y menos viniendo de personas que han vivido también la exclusión, la pobreza y la violencia. Las redes de solidaridad que los presos crean de forma cotidiana eran inexistentes para ella. Nunca recibía visita y pasaba siempre a pedir las sobras de la comida. Era inmensamente pobre y el poco dinero que conseguía lo gastaba comprando basuco. Su condición de raza, género y clase la ponían al nivel de un paria. Podría compararse el trato que recibía Pamela a diario con el que le daban los nazis a los judíos en los campos de concentración, con la única diferencia de que no la mataban.

 

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Maria Ángel es alta y corpulenta. Su color de piel es cobrizo. El cabello largo y alisado: siempre usa faldas cortas y vestidos pegados al cuerpo, tacones, maquillaje y perfume. Está operada de los senos y los presume por todo el patio, donde además todos saben que trabaja como prostituta. Al hablar con ella se reconoce su acento venezolano y suele comprar artículos que pocos tienen: comida, jabones, incluso los sábados compra licor junto con otros presos. Tiene un celular. Me hice amigo de ella porque una vez nos pusimos charlar y me ofreció sus servicios como prostituta. Yo le pregunté sobre su trabajo y su vida. Me contó que había nacido en un estado del llano venezolano, que creció allí y un día decidió ir a Colombia con la intención de prostituirse. No veía en la prostitución otra cosa sino un trabajo para ganar plata y vivir bien, sin embargo lo disfrutaba. Me contaba que había clientes que le gustaban y que sentía deseo cuando estaba con ellos.

 

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Uno de los mafiosos de la cárcel la hizo su novia durante un año. Hizo mucho dinero: llegó a tener guardaespaldas en el patio y personas que le cocinaban. Era la vocera de la comunidad LGBTI y la líder de los demás maricas en el patio, incluidos hombres gays que le obedecían en todo. Cuando su novio mafioso fue extraditado a Estados Unidos ella tuvo que volver a trabajar para mantener su nivel de vida en la cárcel.

Era deseada por muchos: le enviaban regalos, le gastaban el almuerzo y la invitaban a beber whisky. Estaba en la cárcel por robar junto con otra chica trans menor de edad en ese entonces, por lo cual su condena fue más alta: agravante por inducción a menores al delito. Se declaraba a sí misma chavista y no había migrado de Venezuela por temas relacionados con su situación interna, sino simplemente porque le ofrecieron ser prostituta en Colombia. Tenía una actitud dominante y controladora sobre las demás trans y sobre otros hombres que frecuentaba. Nunca dejó de ofrecerme que tuviéramos relaciones sexuales y siempre me pedía algún favor que implicaba dinero. Gozaba de respeto en el patio y, como ya he dicho, de un nivel de vida bueno.

Maria Ángel demuestra cómo el factor económico cambia dramáticamente las posibilidades y la vida de una mujer trans en prisión. Si bien había acoso constante sobre ella, pues todos buscaban acceder a su cuerpo (presos y guardias), desarrollar la prostitución como trabajo remunerado le permitía vivir lo mejor posible. A diferencia de Pamela era una mujer que no se ocultaba y se integraba a la vida social, tenía el respaldo de su comunidad y desempeñaba un papel de liderazgo en ella. Tenía negocios con el cacique del patio, lo que le permitió comprar una celda donde vivían otras dos mujeres trans y hombre gay. Manejaba el dinero producto de su trabajo y nadie se apropiaba de sus ganancias. Estaba cómoda en su posición y no expresaba querer cambiar su empleo o forma de vida, tampoco buscaba estudiar o perseguir otro objetivo que no fuera el dinero. Había logrado ocupar un espacio gracias de una actividad productiva, por más complicada que fuera. Los factores económicos (clase) surgen como una forma de ascenso social, por más que una mujer trans pueda sufrir por su condición de género, una buena situación económica le permite vivir de una mejor forma. Esta es la clara diferencia entre Pamela y María: ambas venían de lugares lejanos y eran mujeres racializadas, pero económicamente una se podía desarrollar y la otra no. El factor de raza, en el caso de Pamela, agravaba la violencia que vivía, para María no: a pesar de ser acosada constantemente, nunca vi una actitud racista contra María Ángel.

 

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Laura es alta, esbelta y delgada. Tiene un cuerpo envidiable y siempre va vestida de manera muy formal. Me la encuentro todos los días en el aula de educación superior de ERON Picota y pocas veces conversamos: ella siempre llega al aula, prende su computador y empieza a estudiar. Estudia Administración de Empresas y los demás presos la tratan de forma natural y sencilla, como se habla con cualquier mujer fuera de la cárcel. La guardia ya la conoce y le abre la puerta del salón todos los días.

 

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Es difícil hacer un relato de Laura en un contexto que no sea el aula de clases carcelaria, sin embargo su actitud, la forma como ella se relacionaba con los hombres, era abismalmente distinta: un trato cordial y educado, que guardaba las formas, haciendo gala de la “normalidad” con la que se trataría a una compañera de estudio o trabajo. Distaba mucho de la segregación y la violencia absoluta con la que trataban a Pamela o el fuerte componente sexual del trato hacia María Ángel. No quiero decir que no sufriera discriminación sexual, sino que su condición de raza y sobre todo de clase la ubicaban en una estatus diferente.

Un día incluso compartió conmigo un libro sobre  prostitución y anarquía, el cual tenía una dedicatoria del colectivo La Rosa Negra Anarquista. Me llamó mucho la atención cómo ese tipo de lecturas podrían interpretar o cuestionar condiciones como las de Pamela o María, y el privilegio que esto suponía. Tenía un capital económico y cultural que marcaba una diferencia aun estando presa y perteneciendo a la misma comunidad.

Este tercer caso es el más complejo a mi entender, describirlo es difícil pues solamente nos encontramos en un espacio formal. Pero me resultaba claro que su condición era mucho mejor que la de los casos anteriores, especialmente en cuanto a su integración en el medio y su relación con los otros presos: no se le veía, por lo menos en el aula, como un objeto sexual, mucho menos se le discriminaba o atacaba, lograba ocupar un espacio bajo una condición de igualdad frente a los demás hombres que asistíamos al espacio. El ejemplo de Laura muestra cómo el factor de género puede tratarse dentro de un sistema de género colonial cuando la raza y la clase se presentan de manera favorable. También hay  que reconocer que la educación y el capital cultural que tenía representaban un privilegio sobre las otras dos. Probablemente a la hora de salir de prisión este privilegio juegue un papel importante.

Por último quiero decir que lo descrito en este texto no es una situación exclusiva de las cárceles, solamente es la síntesis concreta de un amplio sistema en una de sus formas más descarnadas y abruptas. Lo que vivía Pamela en la Modelo no dista mucho de lo que vivía en la calle, a diferencia, claro está, del contexto particular, así mismo en el caso de María Ángel. Sin embargo ver las cosas de una manera explicita en un lugar donde no se puede maquillar, esconder o tapar ninguna conducta, nos muestra cómo una estructura tan grande como la del sistema colonial, machista y racista puede acoplarse a contextos micro sin perder sus características generales definitorias: por el contrario se afianza más y se reproduce de manera más genuina e inhumana.


*Estudiante de la Universidad Nacional de Colombia. Preso entre febrero de 2017 y noviembre de 2018, acusado de terrorismo y otros delitos, recluso en la cárcel Modelo y Picota de Bogotá. Nunca se pudo comprobar la culpabilidad de Mateo y fue absuelto por falta de pruebas. ​